Una de las cosas que más me intrigan de la pintura y de la imagen en general es la creencia aceptada de que reconocer es igual a entender. O sea, que vemos a un joven pintado de forma exquisita y ya entendemos esta pintura. Pero se trata de pintura barroca. También podría tratarse de un cartel de cine nepalí. Si no sabemos descifrar el código de imagen, no entendemos nada. Nuestos números, nuestros
símbolos científicos y matemáticos, tampoco significan nada si no conocemos y compartimos su código. Y esto es lo que ocurre con toda la pintura y, por ende, con todo el arte.
Después, puedes leer una biografía sobre Caravaggio, estudiar la teoría e historia del arte del barroco, asistir a exposiciones o a los lugares donde la obra de Caravaggio puede ser contemplada in situ, y tu conocimiento y experiencia se afinan. La impresión que me produjeron los cuadros de Caravaggio, en Roma, en San Luís de los Franceses, es difícil de olvidar. Se trata de contemplar la obra para el lugar para el que fue creada, sin descontextualizar. Pero vivimos en la época de la descontextualización absoluta, de la recontextualización de la obra en imagen por las redes sociales , smartphones y ordenadores. Tal vez por eso sea tan extraño ver las obras de arte originales fuera de la pantalla o del museo.
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